Mis estudios, mis averiguaciones, me permiten asegurar lo siguiente: la tierra permanece inmóvil mientras el sol gira alrededor de ella. Basta con que se detengan a observar el comportamiento de los cielos: el sol se mueve, se levanta en el día y se acuesta por la noche. Mientras tanto, nosotros estamos quietos, así como la Tierra, por lo que puedo hacer esta afirmación sin ningún temor a equivocarme.
“¡Qué disparate!”, pensarán algunos. Lo sé. Posiblemente no debería atreverme a decir esto, conociendo el rechazo que recibiría al unísono. Pero decidí hacerlo, porque estoy convencido de que la tierra no se mueve, aunque todos piensen que sí.
Con esta determinación surgió en el siglo XVI la “Revolución Copernicana”, para decir lo contrario, naturalmente. Pero lo que quiero subrayar aquí no es la teoría, sino el hecho de que alguien, de pronto, por decir algo distinto, novedoso, reciba la férrea defensa de quienes no toleran una duda, un cuestionamiento a la “verdad” concebida. Este problema no es nuevo, se remonta a la época de los antiguos griegos y nos persigue aún hasta nuestros días.